Poco interesante resulta desglosar, a estas alturas, dos prácticas estéticas que esencialmente son una. Entre teatro y performance solo existe el teatro; solo el teatro viene a ser un hecho culturalmente asentado en la conciencia humana, independientemente de si somos occidentales, asiáticos, africanos o latinoamericanos. El performance, pues, sería el signo que apunta a la acción del teatro, a su autoficción, si aceptamos que el teatro siempre está sucediendo. Lo performático no es más que la parábola de la realidad que es el teatro.
Cuando se discursa desde el performance no puede dejarse lugar a dudas: la idea estética reclamaba esa morfología, solo podría existir desde y para el cuerpo físico, en cualquier otro lenguaje quedaría empobrecida. Se sitúa uno en la performance como una radicalización de la idea, como una agitación que solo puede agitar a quien asiste a ella. La performance, como el rito, tiene una estructura orgánica que, sin embargo, suele verse atravesada por los avatares que rodean a la experiencia de su realización. Hay performance, ergo hay necesidad de representar y deconstruir un drama vital desde lo estético.
Quisiera reflexionar aquí sobre "Jaula de cristal", la reciente performance de la joven artista cubana Alejandra Glez (La Habana, 1996), presentada en el show "Viva la devolución" (2021) acontecido en Utopía 126 espacio cultural radicado en Barcelona.
Días antes de la muestra, Alejandra nos dejaba instantes de lo que venía preparando y hacía crecer la expectativa en torno a lo que sería una nueva performance, esta vez fuera de la isla, en donde tuvo una conmovedora iniciación en su exposición personal "La vida es inmortal cuando se acaba. Homenaje a Ana Mendieta"(marzo, 2020). La artista se ha dedicado a explorar el recurso performático como otra forma de discursar, y darle otras implicaciones a una obra cuyo diálogo ya venía desbordando la fotografía.
Sin embargo, estimo que sigue Alejandra demasiado apegada a la gramática del medio que la ve emerger dentro del arte. La joven piensa y concibe cada obra como una instantánea, desde su potencialidad visual, y no en virtud del lenguaje y el medio que la ocupa: la performance, en este caso. "Jaula de cristal" es una suerte de foto en movimiento, una composición orquestada de imágenes que se encadenan imitando la condición vívida, corpórea, de la performance. Y en ese sentido tal vez sea más atractiva y conmovedora; quizá atendiendo a esa casi inconsciente construcción del hecho estético en que desemboca, pueda advertirse mejor su hondura poética. Pero lo dicho nos compromete, y aquí nos toca juzgar una performance tal y como lo que es, dejando a un lado cualquier lectura aventurada o subterfugio que aparezca a conjeturar lo que se intenta y no se consigue.
Seis minutos dentro de una estructura hexagonal, encerrada por la fragilidad de unos paneles traslucidos que parecen no existir, transcurren antes que Alejandra se decida a acometer lo que parece obvio; tan obvio que debió dilatarse más, acrecentar el drama en quienes la observan o hacer que sigan de largo. Pero el tiempo... El tiempo es enemigo del performer. El tiempo y su tiranía marchitan la esencia de las cosas. Esto debió comprenderlo mejor la artista. La Abramovic suele estar horas y horas en ese "algo" que son sus performances, y preguntémonos, ¿lo hace porque sí?
Alejandra buscó reposo en medio de una inquietud que no sabemos de dónde viene, se movió de un lado a otro, hizo gestos de incomodidad, agarró una silla y golpeó el suelo. Lleva un vestido que connota opulencia, un vestido blanco, hermoso. El vestido que imaginas arropa a la libertad. Pero no ha de pasar mucho hasta que acabe la escena. Su climax es un instante desvanecido en la memoria un minuto más tarde. Y esto pasa, supongo, porque la acción no llega a comprometernos. Alejandra Glez nos ha dado mucho, ha sido generosa, pero a ratos no basta únicamente con eso. Debió quitarnos, robarnos algo, al menos el sosiego momentáneo de verla en una pantalla. La jaula de cristal desaparece tras un estruendo poético, el sonido de cristales astillados (esto, sobre otras cosas, lamento no haberlo vivido). Alejandra se marcha, sale de allí, pero no de sí misma.
La imagen residuo viene a ser más poderosa que la acción misma, y es aquí donde me convenzo que Ale ha subordinado su intento performático a una gramática visual (la fotografía) que lo atraviesa, pero le es ajena. De todo lo visto (a través de un video, que no presencial, y esto supone una limitación inestimable) me quedo con lo último, con el momento en que Alejandra no está pero ha sido procurado por ella. Ese final donde se condensa más y mejor el drama: la jaula ha sido rota, la libertad se ha hecho paso entre una cortina invisible y frágil, que acaso nunca existió. La jaula, que aquí equivale al poder, se torna tal cual es: inmensamente frágil.
La jaula rota es el verso, el caligrama, la obra. Sobre todo, cuando la adviertes en contexto, junto a las otras obras que son una fuerza política, un compacto statement que retrata por dónde se desliza la sensibilidad de una generación artística cubana, y te arriesgas a pensarla en ese ángulo contestatario, puede que sea un hallazgo feliz. Pero sería ya aventurado hacerlos culpables de mis deseos y delirios críticos.
Me quedo, finalmente, con la voluntad de una artista, de una amiga, que, ya lo creo, cada vez más nos deja motivos para discutir sobre arte.