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Ser contempor?¡neo. Notas al margen sobre Adonis Ferro

Ser contempor?¡neo. Notas al margen sobre Adonis Ferro

  • Jorge Per?©
  • 20/09/2021
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Lo hemos visto emigrar simbólicamente más de una vez; echar por la borda cualquier atisbo de estabilidad o lealtad a un medio, una forma de hacer, un centro temático. En ese constante peregrinar ha conseguido lo que muy pocos dentro de su generación: producir obras en varios soportes (pintura, dibujo, escultura, instalación, videoarte, performance, happening, fotografía, obras sonoras, intervenciones públicas, etc.) y hacerlo brillantemente, con un grado de solución pasmoso.

 

Nos obsequió hace tiempo la palabra mejor para definir lo que pretende con su práctica artística: “Desconcierto”. Es ese el efecto que esencialmente persigue e induce a través de su obra el joven artista cubano Adonis Ferro (La Habana, 1986). Un corrimiento incesante hacia lo insospechado, la búsqueda de intersecciones formales y estéticas entre el arte y la vida.

 

Desconcertar alterando la arquitectura formal del lenguaje; (re)articulando su lógica y su filosofía social. Lo que nos lleva a Theodor Adorno y una de sus parábolas imprescindibles, con la que intenta describir el efecto de ciertas obras de arte que superan la sensibilidad moderna en su etapa tardía, emergidas desde la ausencia de moldes específicos y cuya estructura discontinua no podía asimilarse, en ese entonces, por la cultura de masas. El pensador alemán equipara el carácter de estas obras rompedoras, adelantadas, al de un fuego artificial. Es decir: un destello momentáneo que invade la oscuridad del cielo sin que nadie lo espere, deslumbra a quienes pueden verlo, y luego desaparece sin dejar rastros.

 

La imagen es hermosa. Y el punto es que sugiere un cambio radical en los hábitos de percepción e interacción con el arte. ¿Qué sentido tiene que el arte huya, desaparezca, convirtiéndose en un suceso efímero? Pues se pensaba, con cierta ingenuidad utópica, que bajo esta forma el arte podría sobrevivir a la absorción del mercado y las estructuras regulatorias de la cultura. Que el arte podría conservarse como un estado de desafío y rebeldía del pensamiento y la conciencia humana.

 

Se concebía al arte como un constante despertar, y no como una estéril prolongación del sueño racional.

 

…

 

Cabe recordar que el propio Adorno es quien propone adoptar una dialéctica negativa, cuya exigencia es la reflexión del pensamiento sobre sí mismo en el intento de asumirse como “verdadero”. Esto, en otras palabras, nos lleva suponer que el arte debe atentar, en todo momento, contra sí mismo y su conceptualización; que, en tanto lenguaje autónomo, el arte ha de sortear su naturalización en el consenso social.

 

Convendrán en que Ferro suele tirar de significantes que la cultura de masas ha puesto demodé. Asimismo suele ubicar su práctica estética en terrenos fronterizos, justo donde el lenguaje social extravía su alcance semántico: la obra deja de llamarse obra para volverse hecho, gesto, suceso; la pintura renuncia a su sedimento material para volverse performance; la escultura deviene hallazgo residual; la imagen deriva en vibraciones acústicas; la palabra es su silencio; la expresión un oxímoron. En su habla poética se asienta lo paradójico ad libitum. De ahí que a ratos no puedan ponderarse sentidos racionales allí donde la razón, precisamente, es vacío, aporías y ficciones.

 

Me inclino a pensar que Adonis Ferro, ese excéntrico al que cuesta seguirlo en su constante osadía estética (rituales paganos, invención de instrumentos musicales, sabotajes a las dinámicas institucionales, et al.) tan solo existe para recordarnos qué cosa es ser contemporáneo.

 

Sin embargo, y este es un buen ejemplo de cómo habita en la paradoja: lleva tiempo sin descubrir sus ojos ante una cámara y eso es como pretender no existir en estos tiempos. 

La cercanía de esa performance con la del célebre fotógrafo francés, JR, genera cierta suspicacia en quien escribe. No obstante, aguardo su punto límite para enjuiciarla sin temor a equívocos.

 

Ser contemporáneo.

 

Quizá sea una entelequia definir lo que es “ser contemporáneo”. Sin embargo, intentaré situar brevemente un par de ideas que fijen criterios de valor para saber de qué hablamos cuando nos referimos a “lo contemporáneo”.

 

Por cierto, alguien ya hizo estos deberes con una profundidad que no pretendo emular aquí. Si el lector no quedara conforme al acabar estas líneas, le receto el ensayo Teoría de la retaguardia (2018) del crítico Iván de la Nuez.

 

…

 

En principio, pensar en lo contemporáneo nos remite a desautorizar (con el fin de actualizarla) la noción que comúnmente ha circulado durante más de setenta años para designar el arte de nuestra época. Según el consenso crítico, el arte contemporáneo surge en el contexto de la posguerra, exactamente a partir de los años cincuenta, y abarca toda la segunda mitad de siglo XX hasta nuestros días. Empero, no podemos inadvertir, por la importancia ideológica que reviste, el giro que implica la desaparición de la polaridad que dominó al mundo durante casi todo el siglo pasado.

 

A partir de 1990 ya no puede asumirse lo contemporáneo de la misma manera. Porque ni siquiera pudo sostenerse incólume la noción de Historia, que Fukuyama se encargó de repensar. Entonces, aquello que asimilamos como contemporáneo dejó de serlo hace muchísimo tiempo. Cuando menos, hace más de tres décadas.

 

El siglo XXI comienza a hablarnos en su propio lenguaje a partir de The Matrix (1999, Wachowski Brothers). Y si a este producto cultural le sumamos los sucesos del 9/11, tenemos la coartada perfecta para inscribir lo contemporáneo, definitivamente, en una nueva ecuación ideológica y cultural.

 

Ser un artista contemporáneo implica de inicio ser un artista que actúa en este tiempo, sea cual fuere la práctica estética escogida. En ese sentido, se privilegia la noción temporal que involucra la palabra y no la presencia de los nuevos lenguajes que esta época trae consigo. Algo distinto sucede al hablar de lo contemporáneo en el arte. Entonces sí habría que discernir ciertos síntomas propios del momento y su consiguiente aterrizaje en la producción simbólica de las artes visuales.

 

Siguiendo esta línea, lo contemporáneo podría expresarse a través de hechos culturales concretos:

 

El rapero Kanye West lanzando Famous (2016) un video fake (inspirado en Sleep, un cuadro del pintor americano Vincent Desiderio) que escandalizó la moral norteamericana, pues en el mismo representó, por medio de esculturas de cera, una orgía sexual del mainstream cultural y político del país; Jay-Z dispensando rimas en lo que fuera un happening performático junto a Marina Abramovic en la Pace Gallery de Nueva York; Damien Hirst diseñando la portada de Certified Lover Boy (2021), el último álbum de Drake, además de personalizar unas zapatillas Nike Air Force One para el propio artista; los NFTs emulando y poniendo en crisis al coleccionismo tradicional de arte.

 

Hay señas de todo tipo en ese conciso inventario. El arte atraviesa todas esas nuevas rutinas, entra y sale de ellas. Pero no todo el arte –ni todos los artistas– se contamina de ellas.

 

…

 

Boris Groys apuntó que los modernos miraron al futuro, los posmodernos al pasado y los contemporáneos al aquí y el ahora. El mismo Groys que interpreta los museos como la taxidermia del arte, desglosa en su decir a los posmodernos de los contemporáneos y podemos cuestionarnos qué intenta decirnos con eso.

 

Considero que Groys, en parte, anticipa la prematura muerte de los llamados posmodernos. Cierto que aquellos –los posmodernos– superan la sensibilidad de una época y moderan la transición hacia otra que prefieren vaticinar usando tres puntos suspensivos. Por eso se asoman al pasado, lo revisan, buscando justificar en aquel su existencia como una dilatación sin propósito definido.

 

De regreso a The Matrix, hay un pasaje en que el Oráculo le advierte a Neo que “no podemos ver las elecciones que no entendemos”. Esta sentencia me conduce a pensar en la naciente subjetividad posmoderna: los artistas que emergen entre los años 60 y 70 procurando un cambio radical respecto al pasado inmediato, y cuyo referente más obvio fue la vanguardia Dadá –extinta como movimiento muy rápidamente–, encarnan toda la frustración de la empresa moderna y esto los arroja a la negación como único propósito.

Es obvio entonces que no puedan (o no quieran) ver más allá. El futuro no luce atractivo, prometedor, pues se dejó de creer en la idea misma de futuro. Todos los relatos –y el de futuro no quedaría exento– se habían precipitado a una crisis insalvable, a un vacío de sentido que agotó la racionalidad del mundo, y por ende, la posibilidad de entender algo que no fuera el pasado y la volatilidad del ahora.

 

La posmodernidad artística, por otra parte, si bien exasperó hasta la quiebra los criterios modernos en torno al "deber ser" de la obra de arte, terminó recayendo en la materialidad que inicialmente condenó. Pasó así, inevitablemente, de una extrema radicalización a una cínica idolatría del objeto-arte.

 

Es aquí donde el museo, espacio donde se acumulan ideas de lo que ha sido el arte históricamente y no el arte en sí, vuelve a ganar terreno e impone su voluntad narrativa respecto a lo artístico. El vértigo y el peligro que en principio significó el museo para la filosofía estética posmoderna -sobre esto habla Groys en su ensayo "Sobre lo nuevo: ensayo de una economía cultural (2005)"-, la cual se negó a comulgar con ese espacio a donde el arte iba a morir, mutó su significado a una conveniente resignación. Los museos dejaron de ser el Gólgota para convertirse en lo inevitable.

 

Entonces, el cambio de sensibilidad entre lo posmoderno y lo contemporáneo dentro del arte, tendría que ver, en cualquier caso, con la asunción de un destino donde la cultura no existe ya fuera del espacio virtual y los nuevos lenguajes que este espacio recrea incesantemente. Lo contemporáneo, en cierto modo, vaticina de una manera más concreta la posible desaparición del museo, en tanto lo físico se diluye aceleradamente en lo virtual. Digamos que si bien aún no se da ese desprendimiento unívoco de la objetualidad a lo abstracto racional, tenemos mucho más clara ahora la imagen de un mundo configurado en ceros y unos, la probabilidad de que el arte se imagine ya divorciado de toda representación.

 

Tras esta digresión, preguntémonos, ¿es Adonis Ferro un artista de sensibilidad contemporánea?

 

Desde luego que sí. Aunque afincado en los presupuestos de la estética posmoderna, Adonis ha venido implicando en su cuerpo de trabajo ciertos lenguajes inmateriales asentados en la inmediatez, según se avienen a sus propósitos: hablo de la performatividad como actitud y lo intermedial como soporte –ambas cosas, por cierto, no son agua tibia; ya desde Fluxus, quizá los posmodernos más radicales, percibimos esta clase de prácticas.

 

…

 

Estas notas al margen han sido escritas bajo cierto delirio provocado por tanto cigarrillo malo y el calor insular de septiembre, que bien podría ser el de julio o agosto. No debe descartarse, además, que estén motivadas por cierta propensión a la estafa teórica. Tal y como el Frank William Abagnale de Catch Me If You Can (2002, Spielberg) me lancé a escribirlas con lo que fui aprendiendo de una película. Es obvio cuál.

 

 

 

Escrito por Jorge Per?©
El Oficio

Jorge Peré (La Habana. 1991)

Crítico de arte, curador y editor. Licenciado en Historia del Arte por la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana.

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